En una de las más hermosas correspondencias martianas, el hombre que se erigió en
determinados momentos por encima del yo, cuya identidad había superado
intelectualmente, escribió quizás lo más profundo, lo más sincero, lo más penetrante
que un pensador cubano pudiera decir acerca de la historia del Bayamo
colonial, en cuyo lugar se levanto por primera vez en Cuba un gobierno independentista,
revolucionario y genuinamente cubano. En esa declaración martiana que vamos a
comentar enseguida, esa porción de la isla de Cuba, Bayamo, no podía ser solamente
geografía e historia, sino también encanto de poesía y del maravilloso misterio cubano.
El 15 de Enero de 1892, en pleno apogeo de fundación, José Martí deja saber a Fernando Figueredo lo que constituye para mí la aproximación más legitima, el sentido más autentico de corporeidad y estatura solemne acerca del núcleo y el centro intocable del ser bayamés: “Vd y Yo –escribe Martí a Figueredo- somos bayameses, porque yo tengo de Bayamo el alma intrépida y natural y los dos somos hijos de la verdad de la naturaleza”.
En otras palabras, quiso decir el apóstol que tanto él como Figueredo eran a lo sumo
manifestaciones materiales e ideales de la existencia y del misterio de la vida. Y Por eso Bayamo, mejor que otro lugar de la geografía de la isla, venía a presentárseles como una manifestación más o menos consciente de la existencia y como pueblo. En ello radica el valor de su historia, el sentido que cobra patria y la propensión más adecuada del camino que apunta hacia la nacionalidad cubana.
Se tiene de “Bayamo el alma intrépida y natural” y se tiene de ese lugar “la verdad de la naturaleza”. Bayamo es para Martí madre también de la verdad, matria, tropiezo
ineluctable con la existencia y con los procesos más auténticos del sentido de
vivir patria. Ser hijo de Bayamo implica también un compromiso de vida y
muerte con la totalidad insular, con la vitalidad, con el espíritu y con la naturaleza del ser bayamés. De modo que, Bayamo como tal no existe, en tanto toda manifestación histórica y sociocultural es pasajera, cambiable, transformativa, pero con un fondo cimentado por lo que Martí denomina el alma bayamesa, apoyada en el renacimiento
espiritual, en el salto. En ello puede que radique el significado del misterio del himno La Bayamesa cuando se dice: “Morir por la patria es vivir”. Quienes escribieron esas notas estaban consciente de un hecho: puede que el cuerpo se manifieste temporalmente, muera, pero al mismo tiempo puede haber renacimiento; como dice Fina García comentando el Prólogo de Martí al Poema del Niágara: “habrá resurrección”, una nueva oportunidad para seguir conquistando nuevos espacios en el devenir de la conciencia humana, desde luego, primero de la independencia respecto al otro y luego de la independencia respecto a sí mismo. En tal sentido, al respecto Martí
declara algo sumamente importante sobre el padre de la patria, Carlos Manuel Céspedes:
“Creo que su pueblo va en él, y como ha sido el primero en obrar, se ve como con derechos
propios y personales, como con derechos de padre, sobre su obra. Asistió en
el interior de su mente al misterio divino del nacimiento de un pueblo en la
voluntad de un hombre, y no se ve como mortal, capaz de yerros y
obediencia, sino como monarca de la libertad, que ha entrado vivo en el cielo
de los redentores”.
Tanto Figueredo como Martí se hallaban en ese camino del renacer, del surgir con nuevos bríos de independencia. De ahí que se entienda claramente que se es hijo de la verdad de la naturaleza, cuando se es hijo de Bayamo. Para Martí Bayamo es la verdad y, por ende, sus hijos la llevan implícita. Bayamo es la verdad, pero de qué verdad se trata.
Siempre se nos ha dicho que la verdad es relativa, pero con el Bayamo Martí dice que es absoluta. Hasta entonces Bayamo es el único espacio cubano por donde se puede entrar a la verdad. Bayamo aporta un elemento muy apreciable al mundo de la deidad cubana: no es solo un límite geográfico e histórico delimitado; en lo más esencial es un gran límite, una gran barrera pero muy frágil y débil de traspasar entre lo manifiesto y la existencia, entre lo humano y lo divino, entre la raíz y el ala. Por eso no existe un mejor proceso como el símbolo del resurgir, del salto, que pueda explicar mejor la naturaleza profunda de la historia colonial de Bayamo.
El pensar de Martí y Figueredo no constituye una simple estructura del lenguaje, de la
mentalidad colectiva, lo que Dunkhen denomina sociología colectiva, sino lo que es más importante aún, un lenguaje sin lenguaje, un salto del alma intrépida y natural a un nuevo tiempo y a un nuevo espacio, la del salto del colibrí. No existe para este proceso
del renacer del alma bayamesa formas estructurales, convencionales a la observación
del historiador. No podemos decir que es un fenómeno de ni de corta y larga duración;
ni siquiera se puede estudiar como forma de la estructura mental y el lenguaje
correspondiente.
Más bien es un fenómeno que se produce sin la intervención del tiempo. Ese proceso subyace tan oculto, tan invisible, que la ciencia objetiva, la semiótica, la hermenéutica, no puede captarlo. Para ello Martí trato de indicarlo con el salto del colibrí. Fijémonos
como el colibrí se mueve; su naturaleza es moverse por mediación de saltos. Por eso es solo una analogía, una indicación de algo que se halla más allá del alcance de los cinco sentidos humano. Solo está a los alcances del testigo, del ser bayamés.