El síndrome revolucionario

Nos cuesta arrancarnos la idea abstracta de ser revolucionario. En el mundo intelectual cubano de hoy, dentro y fuera de Isla, persiste la añoranza de la idea del intelectual revolucionario, lo que Gramsci llama de algún modo  intelectual orgánico, una conciencia colectiva intelectual, de clase, en función de transformar la sociedad.

Muy pocos intelectuales cubanos escaparon a esta tendencia que corre ya por más de un siglo. Aquellos que en la literatura, como el caso de Virgilio Piñera, se vincularon al existencialismo, marcaron la diferencia. Nunca pensaron en trasformar nada. Se sintieron desclasados.  El existencialismo y sobre todo la idea del absurdo le sirvieron como una posición estética y moral. Como un escudo ante la insoportable inmoralidad social de la época. La controversia  Virgilio vs Lezama se debe en parte a que el primero le criticaba al segundo la presencia del ideal revolucionario en su obra.  Lezama, que intentaba una nueva estética en la literatura cubana, desprovista de la simplona idea del realismo literario, buscaba también, como cualquier otro revolucionario, transformar la sociedad, proponiendo una moral desde el punto de vista hedónico de la vida, justificando una ética a partir de su conocida era imaginaria revolucionaria.

Ahora, cuando leo una gran parte de las declaraciones a la “encuesta-entrevista de Neo Club Press” por un grupo importante de intelectuales del exilio –en la que me incluyo por supuesto–, hallo que existe una vieja continuidad de pensamiento: la idea abstracta de ser revolucionario. La idea de transformar la sociedad. Vuelve un viejo capítulo de la historia de Cuba a predominar, bajo el impulso martiano, oculto en nuestras entrañas.  El inspirador “revolucionario mayor”, José Martí, nos la reservó bajo un ejercicio esotérico de la más alta complejidad, para ser utilizado en cualquier emergencia coyuntural. Impregnó en la mente colectiva del cubano una ansiedad: ambivalencia, pesimismo, optimismo, banalización, incertidumbre, esperanza: son todas estas palabras las que resumen el contenido del meme en cada entrevistado, formando  un conjunto de conceptos míticos que ejercen su impronta en cualquier coyuntura histórica. Un modo de persuadir la realidad y enfrentarla al cambio.

No sólo ahora, siempre mediante la construcción del meme se ha dado sentido al viejo concepto del revolucionario mambí, aquel que enfrenta  la sociedad para cambiarla pero no conoce exactamente los mecanismos idóneos para transformarla. El meme especula, opina, reflexiona y se alarga temporalmente, pero atado a una reflexión extra moral, estética y política. Es decir, reflexionamos por un mecanismo de inducción temporal, mediante mensajes colocados en la mente que se replican y dan significado a la evolución cultural. Por eso en nuestra constante explicación se desliza el pasado como base. En este sentido, alguien siempre está detrás de nosotros imprimiendo un sello volitivo a nuestras impresiones cotidianas.

Si esta coyuntura histórica equivale a nuevos conceptos –castrismo, anticastrismo y postcastrismo–, no son absolutamente contemporáneos. Están disfrazados. Pertenecen a la misma tendencia evolutiva que ha caracterizado al cubano desde que tomó conciencia como sujeto histórico; un sujeto que se pasea desde la ambivalencia, pasa por la incertidumbre y termina en el optimismo. Un sujeto que posee un vacío existencial que pretende llenar con conceptos meméticos. De ahí que siempre sea un revolucionario.

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